A 45 años de la masacre de Tlatelolco
y a 46 años de vivir en este mundo, me niego a terminar este día --2 de octubre--
sin escribir, o más bien, intentar describir, lo que 10 mil personas vivieron y
sintieron aquella tarde en la Plaza de las Tres Culturas. Tal vez, a manera de
homenaje, o más bien, como una manera de revivir esa sinfonía de muerte, llantos,
gritos y horror, de un suceso histórico que nunca nos debemos permitir
vuelva a suceder.
En el verano de 1968, los jóvenes
de México se unen a un movimiento estudiantil que pide una revolución a gritos.
Los chavos se vuelcan a las calles a protestar contra la represión, contagiados
por la guerra fría, la liberación sexual y visiones alternativas de libertad y
socialismo que cobraban vida en otros países. Y con las amenazas brutales del
entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, los líderes estudiantiles convocan a un
mitin en la Plaza de las Tres Culturas.
Serían las cinco y media de la
tarde --más o menos-- del miércoles 2 de octubre de 1968, cuando aproximadamente
diez mil personas se congregan en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas
para escuchar a los líderes del Consejo Nacional de Huelga que se colocan en el
balcón del tercer piso del edificio Chihuahua.
La explanada estaba llena,
festiva y tranquila al mismo tiempo, con una mayoría de estudiantes, niños y
ancianos, vendedores ambulantes, amas de casa con niños en brazos, vecinos de
las unidades habitacionales, curiosos. Y justo cuando un estudiante anunciaba
que la marcha programada al Casco de Santo Tomás del Instituto Politécnico
Nacional no se iba a llevar a cabo, por el despliegue de las fuerzas públicas y
de una posible represión, surgieron en el cielo luces de bengala que hicieron
que los concurrentes dirigieran automáticamente su mirada hacia arriba… El
infierno sobre la tierra estaba por comenzar.
De golpe, la gente se alarmó y comenzó
a gritar al escuchar los primeros disparos que venían de arriba para abajo, de
todas direcciones. De nada sirvió que un líder tomara el micrófono y dijera: "¡No
corran compañeros, no corran, son salvas! . . . ¡No se vayan, no se vayan,
calma!". Todos sin embargo, corrieron despavoridos, tratando de salvar su
vida, de un lado a otro.
La histeria colectiva se
intensificó con el golpe seco de cada cuerpo que caía sobre el piso, en las
ruinas y a un lado de la iglesia de Santiago Tlatelolco. El tableteo de las ametralladoras
y los disparos se hicieron interminables. El avance de los militares bloqueó
las salidas. La gente trató de correr y al sentir que los soldados con la
bayoneta calada les impedían escapar de esa pesadilla, no les quedó otra que protegerse
debajo de los demás.
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