Que una senadora le grite y
humille a una trabajadora estoica que se empeñaba en señalarle que había
perdido el vuelo por llegar tarde al aeropuerto, conocido por un video subido a
las redes sociales, es una imagen que resulta difícil de olvidar. Es un retrato
que se conecta con otros momentos, también patéticos y “memorables”. Aquel, cuando un empresario agredió a un empleado por
no cambiarle la llanta de su coche, o cuando la hija de un procurador mandó
clausurar un restaurante, entre otros.
Y no quisiera que se interprete
que tengo una retorcida necesidad de morbo, o que sea mi personal forma de
entretenerme. Veo detrás de estos videos, una historia más común, cercana y
dramática: Una realidad cotidiana entre nosotros, que sucede en la mayoría de
los casos, fuera del alcance de los celulares y las videocámaras. El desprecio,
el maltrato y la prepotencia de un segmento de la población, que se cree superior,
tal vez porque tiene dinero, actúa influyente o que ostenta un cargo, en contra
de otros, a quienes considera inferiores, es un fenómeno tan viejo que
estudiosos han intentado explicar, y encontrar sus orígenes en la conquista y en
la dominación española frente a los indígenas y esclavos.
El maestro Octavio Paz dice en el
Laberinto de la Soledad, que el mexicano no quiere ser indio ni español, y no
quiere aceptar que desciende de ellos, y por lo tanto, los niega. El filósofo
Samuel Ramos cree que el mexicano tiene un complejo de inferioridad, y en
consecuencia, hay otros que le hacen ver el “poco valor” que tiene, con actitudes de prepotencia que gracias a
las redes sociales, pueden ser conocidas en una manera frecuente.
Yo me quedo con lo que dictó José
María Morelos y Pavón, en el Congreso de Anáhuac en Chilpancingo: que “todos somos iguales, y sólo distinguirá a
un americano de otro el vicio y la virtud”. El generalísimo explicó con una
maestría que se me enchina la piel: “que
todos somos iguales, pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios
ni abolengos; que no es racional, ni humano, ni debido, que haya esclavos, pues
el color de la cara no cambia el del corazón ni el del pensamiento”.
Desde entonces, Morelos sabía que no éramos iguales,
y a doscientos años de pronunciadas aquellas palabras, sigue siendo letra
muerta para una minoría, rica en el bolsillo y pobre en el corazón, que cree
con una estúpida frase que “hay niveles”, y que son los que conducen este país,
que piensa que hay diferencias por el apellido que uno lleva, por la condición
social, cultural y económica, y por la procedencia geográfica. Mientras no
trascendamos estas diferencias, no podremos alcanzar el pleno desarrollo, ni
seremos un país próspero y justo.
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