APAXTLA
Era un apacible domingo en
Apaxtla, cuando llegaron unos 80 sicarios con cuernos de chivo y AR15 a tomar
el control absoluto del pueblo, y a lo largo de tres impunes horas de terror y
muerte, dejaron una estela de siete muertes, levantados, desaparecidos, golpeados,
vehículos incendiados… y una comunidad que nunca volverá a ser igual que antes.
Llegaron caminando, dicen los
vecinos, y se anunciaron con las ráfagas de sus ametralladoras, que opacó el
sonido del altavoz que anima con música a los pobladores. Luego, despojaron de
sus vehículos a dos choferes del servicio público, a quienes mataron. De ahí,
en grupos hicieron varios trabajos: Unos, se dirigieron a levantar o acribillar
a diversas personas; otros, a incendiar carros para bloquear las entradas y
salidas de la cabecera.
Los poquísimos policías que había
en el ayuntamiento, se refugiaron en la comandancia rezando porque se les
respetara sus vidas. El sacerdote de la parroquia fue golpeado y despojado de
su vehículo. El presidente municipal infructuosamente intentó llamarle al
gobernador para informarle lo que estaba pasando. La comunidad de Apaxtla fue
secuestrada. Nadie se salvó y nada la salvó.
Apaxtla vive ahora el éxodo de
familias que dejan todo por encontrar un lugar más seguro. Policías preventivos
renunciaron en masa después de lo ocurrido. Maestros se niegan a dar clases y
las escuelas están cerradas. El alcalde sigue sin recibir la solidaridad de la
autoridad federal y estatal y persigue al gobernador en sus giras por la zona
norte sin éxito.
Lo que vivió Apaxtla no es nuevo.
Comunidades viven el acoso violento en una ruta que todos ya conocemos: Aterrar
a la población es el primer paso, después viene la sumisión, que es la realidad
que viven muchas zonas de la entidad. La
autoridad no sabe qué hacer, ni para donde hacerse. Y la gente tiene que
coexistir con ellos para sobrevivir.